Carlos Arredondo
Edimburgo, 29 de Junio, 2005
Desde
aquí arriba la máquina de la luz escribía su último
capítulo
en un asoleado atardecer marítimo maravilloso.
Desde este visible y artificial horizonte, donde me encuentro,
el afán abría caminos al viajero que de mar si, que sabia.
Aquí
Sentado yo bajo la cúpula
todo es añejo y, sin embargo, me temo,
nadie,
ni adentro ni afuera,
quiere morirse de pena
en esta magnifica y tranquila arquitectura.
Desde
mi solitario y encumbrado muelle
un morada de arañas públicas y recuerdos
dramáticos
se entrega al sol que
perece despacito detrás los suburbios del mar.
A
partir de este corazón conmovido.
Esta edificación de acero, vidrio y ladrillo
sin mínima timidez, improvisado ladrón, yo
le robo tiempo y su historia
a este atávico faro bien plantado
en sus vanidosos cimientos.
Todo
es diamante,
todo es oro.
Todo es sal
todo es real.
Dentro y fuera el faro ancestral.
Aquí
dentro nada es triste y me sorprendo.
Allá afuera en la soledad de la luminosa calle
un animado engranaje, ruido de insectos, motores de aviones y
pájaros marinos volando y vigilando
este patrimonio del mar,
me cuenta de su apagón final.
El
faro de Granton fue vendimia del trabajo
de algún hombre soñador
que pensó
en un eficiente rayo
para salvar
barcos sin rumbos.
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