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Carlos Arredondo
Edimburgo, 12 de Septiembre, 2005
Los
viejos castillos escoceses ya no se pudren. Se arreglan.
Ni los coloridos faldones de los clanes se confunden
para hacerse la guerra.
Ni los despojos de tierra se aceptan de buena gana.
Ni los insulares habitantes de las islas del norte
emigran a la Patagonia a criar ovejas.
Yo quiero este país chico porque es grande
con lo que tiene y lo que tendrá.
Aquí no estoy solamente yo.
Hay otros cinco millones mirando por las rendijas de su historia: las
invasiones nórdicas, las batallas con los ingleses, Maria Estuarda,
los astilleros de Greenock, los mineros, los pescadores, el fútbol,
las religiones, los bancos, los Púb., los héroes, los filósofos,
los escritores, los poetas, los artistas, los artesanos, los innovadores
e inventores todos y Don hamish Henderson cantándole a mi suegra,
y en italiano, una vieja canción partisana.
En
Escocia no hay formulas exactas para saber donde comienzan sus lenguajes
o donde ellos terminan.
Se que aquí hay secretos. Muchos secretos, y también se
de fantasmas transparentes.
En las cercanías de los puertos están las ventoleras en
el mar, los pescadores, sus dramas y sus alegrías.
En tierra me alegran los hermosos parajes y paisajes que me conmueven
hasta mis mocedades.
Están
los topos por siempre y para siempre escarbando la tierra.
Están los salmones, sus oficios, y su complicada existencia.
Están los dioses célticos con sus arpas y sus violines y
estamos todos,
con aquellos que han muerto
sin no antes haberme dado su cariño.
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